miércoles, 5 de julio de 2017

Los tres tomos de La forja de un rebelde de Arturo Barea (Turner, 1984); El extranjero de Camus (Alianza Emecé, 14ª edición, 1983); Poesía Completa de Cavafis en traducción de Pedro Bádenas de la Peña (Alianza Tres, 3ª edición, 1983); La realidad y el deseo de Luis Cernuda (Fondo de Cultura Económica, 1976; usado); La Regenta de Clarín (Alianza Editorial, 15ª edición, 1983); estuche con la tetralogía de Lawrence Durrell El cuarteto de Alejandría (Edhasa, 1978); El amor en los tiempos del cólera de García Márquez (Bruguera, 1ª edición, diciembre 1985); Poemas sociales, de guerra y de muerte (Alianza Editorial, 5ª edición, 1983) y Poemas de amor (Alianza Alfaguara, 7ª edición, 1982), ambos de Miguel Hernández; Libro del desasosiego de Pessoa en traducción de Ángel Crespo (Seix Barral, 5ª edición, septiembre 1985); Pedro Páramo / El llano en llamas y otros textos de Juan Rulfo (Seix Barral, 2ª edición, 1983); La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa (Plaza&Janés, 1ª edición, octubre 1981; usado); y Hojas de hierba de Walt Whitman en traducción de Francisco Alexander (Mayol Pujol, 3ª edición, 1983).
¿Qué criterio ha hermanado esta selección de títulos y autores de mi biblioteca personal? ¿Qué secreto impulso me obsequió poco a poco esos dieciocho volúmenes, su aliento imprescindible en mi itinerario de lector?

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