lunes, 17 de julio de 2017

Ubaldo.
No suelo retener bien los nombres de personas más inmediatos y comunes, pero permanecen soberbios en mi memoria otros que frecuenté en los primeros lustros de mi vida, ataviados incluso con sus inseparables apellidos, ya fueran compañeros de colegio e instituto (Zacarías Navarro Martínez, Eduardo Rueda Ciller, Pedro Jesús Vélez Garrido, Sebastián Burguillos...) o fugaces maestros y profesores (Virtudes Turpín Serrano, Eugenio Ruiz de Amoraga, Ricardo Rodríguez de Rávena, Eduardo Thiers...).
Hace unas horas, en el entorno popular de la fiesta, avisté en un lance torero a este Ubaldo que arribó desde Madrid en el ecuador de los ochenta para dar clase de Geografía -sin mayor pena ni menor gloria- en un pueblo a medio camino entre la huerta de Murcia y la meseta manchega. Se decía de él que era especialista en economía política y que había publicado algún artículo en El País, lo cual nunca certifiqué. Estuvo acaso un curso, dos a lo sumo, mas forjó amistades y se agregó a una peña festera y por aquí se le ve de julio en julio, con una lealtad vitalicia, innegociable, como si no hubieran transcurrido más de treinta años. Si hago cuentas, ha de estar jubilado, pero conserva la misma apariencia de soltero de oro -bigote cano incluido- que ya atesoraba entonces. Iba a decirle que fui alumno suyo, aunque él no me identificara en la maraña inmemorial de los nombres y los rostros de muchachos imberbes que engalanan los olvidos de un exprofesor, cuando de repente ha irrumpido una vaquilla y me he encaramado a la reja dichosa.
Ubaldo, sí... O también Waldo. Ubaldo Berenguer.

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