martes, 15 de agosto de 2017

Cetara es un pueblo de la costa amalfitana (Amalfi es otro, más importante) que queda a unos once kilómetros de Salerno.
El acceso en autobús, ayer, se complicó más de lo habitual por la cantidad de pasajeros (tantos sentados como en pie, sin contar los que se quedaban en tierra sin poder subir y gesticulando improperios) y por las retenciones de tráfico al tratarse de un día crítico, víspera de ferragosto. El hombre de al lado se empeñaba en hablarme mientras yo sujetaba a duras penas a Darío y sufría por su madre, ubicada en el otro lateral, con vistas al acantilado. Una estampa tercermundista sin salir de Europa, en la paradójica Italia.
Nos apeamos al cabo de una hora de giros en ascenso, bocinazos y promiscuidad de fragancias. El sol caía pleno, de plano. La fila de casas se adentraba en la ladera siguiendo el curso de la calle principal, la misma que por el otro flanco nos desembocó en una placeta con sombras frente al puerto y la playa. Comimos como pudimos, aunque bien y barato, en un banco público privilegiado, un poco por encima de los cientos de cuerpos arracimados bajo las sombrillas de pago, algo más lejos de los espolones de piedra y cemento que albergaban a su vez a decenas de pingüinos y pingüinas en traje de baño.
Lo mejor fue el regreso en barco, en apenas quince minutos, mirando (palabra de Darío) las montañitas que forman las olas y el jabón de leche que va dejando su estela a nuestro paso; y también, arriba, rozándonos casi, la maniobra de las avionetas que amerizaban unos segundos para llenar los depósitos que arrojarían después sobre alguno de los incendios próximos, seguramente intencionados.

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