martes, 8 de agosto de 2017

El tramo en tren de Roma a Salerno tarda tres horas. En nuestra carrozza viaja un bebé de rasgos asiáticos que no para de toser, ante la sonrisa fija del papá que lo abanica y la mueca de preocupación de la madre. Al poco ingresan dos gemelos hiperactivos de unas dos primaveras cada uno que mantienen entretenido a todo el pasaje y que no dejan sentarse ni un segundo al padre y a la nonna, cuya paciencia (ella) y resignación (él) bien pueden apropiarse la infinitud (tamaño Job) y el más cristiano de los tópicos. Bajan en Nápoles, larga parada que coincide con un fallo muy sensible en los circuitos internos de aire acondicionado. Llegamos a Salerno al tiempo en que se enciende la Luna, como apuntó Darío con clarividencia lírica.

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