jueves, 10 de agosto de 2017

Imaginaba una ciudad distinta, más vinculada a las labores del mar, más enraizada y más sureña, más caótica también, con hombres y mujeres gesticuladores y grandilocuentes, desvergonzadas y gritonas ellas, ellos remilgados en su pose entre cortés y machista, prototipos ambos de cualquier cinta neorrealista y sometidos a los cuatro tópicos de la región. Pero lo que poco a poco descubro es una ciudad como otra, con su ruido de motores y sus problemas de tráfico, con gentes que pasean ociosas por las calles de agosto mientras manejan sus teléfonos móviles, con nombres de tiendas que ya conocía y sucursales de establecimientos que sirven sus productos, sus marcas, en todo el mundo. Las modas del vestir y los hábitos cotidianos, domésticos, son los mismos aquí y allá, y hasta los olores y los sabores se han uniformado. Es la llamada globalización del planeta, que está acabando con las diferencias esenciales, con la artesanía originaria, con lo genuino intransferible.

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