miércoles, 6 de septiembre de 2017

Cuando juzgamos al otro -a quien fuere, desde el último mezquino al primero de los tiranos- lo hacemos siempre desde la parcialidad, sin considerar todos los argumentos de la causa, todas las variables que desembocan fatalmente en su acción o en su inacción, o al menos sin sustraernos al atenuante fundamental de cualquier juicio: ser el otro, estar en su piel y en la infinita red de experiencias y causalidades -sí, causalidades- que le otorgan identidad y que, quién sabe, acaso lo disculpen o lo exculpen en una esfera superior.
En cambio, nos sobrarían datos y razones y secretas vergüenzas para juzgarnos a nosotros mismos a cada instante, los tenemos siempre al alcance de nuestra conciencia, cuando hablamos demasiado y cuando nos mordemos la lengua, cuando actuamos y cuando dejamos de actuar, cuando faltamos al principio de coherencia y cuando cedemos a la lógica del miedo o al chantaje de la prudencia. Sin embargo, se nos pasa buena parte de la vida posponiendo cualquier sumario del que seamos protagonistas, mirando para otro lado, escurriendo el bulto o, lo que es peor, justificándonos.

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