lunes, 4 de septiembre de 2017

Lo que más me conmueve de una vocación artística, cuando la presiento en otros o cuando la recuerdo en mí mismo, es la descarnada soledad en la que ha de desenvolverse, el afán íntimo que la aviva y la sostiene, ese empeño ciego e inefable que se eleva sobre el anonimato y sobre la incomprensión y hasta, tal vez, sobre el fracaso y el olvido.
Sin embargo, cuán poco o cuán nada significa todo eso para quienes discurren al lado del artista, incluso para sus más próximos en la tarea cotidiana de vivir, desde familiares y amigos a supuestos colegas o compañeros de confesión. Para él, no se trata de instalarse en un objetivo nítido, no es fama ni dinero ni prestigio lo que persigue, no es -o no solo, no principalmente- la tentativa humana de satisfacer la vanidad, de hacerse visible o dejarse querer, de alimentar el reconocimiento, de soñar la gloria póstuma. Hasta la palabra vocación se le va quedando estrecha, equívoca, demasiado dócil, y de ningún modo colma las expectativas en las que cifra su destino.
Hablamos de una verdad que solo quien la corteja comprende, de una plenitud agónica, impenetrable y egoísta y desnuda, dichosa y trascendente, de hechura clandestina y materia intransferible. Incluso en la frustración caben sus dones.

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