viernes, 8 de septiembre de 2017

Miro hacia Cataluña con menos desapego emocional del que sospechaba hace solo unos meses, aliñado, eso sí, con un poco de incredulidad y otro poco de tristeza. Advierto en sus representantes políticos, entre otras debilidades y mediocridades de bulto, la pretensión de construir su identidad territorial desde el resentimiento y el desprecio -el mismo que habría que censurarle a un amplio sector del ultranacionalismo español-, resentimiento y desprecio no ya dirigido a los órganos y las instituciones del país al que pertenecieron y todavía pertenecen, sino hacia los mismos ciudadanos catalanes a los que dicen representar, sean apóstoles del sí o apóstoles del no. Está tan podrido el lenguaje, son tan demagógicas las argumentaciones que esgrimen y tan irrisoria la insolencia de sus rostros, tan chabacano y bananero todo el entramado, que ya la parafernalia de símbolos y la sobreactuación de su estudiada dramaturgia se parece más a un teatro del absurdo que a una apuesta convincente por la democracia (entre cuyas bondades, no se olvide, figura el supremo acto de poder votar propuestas legítimas en conciencia y libertad).
Me entristece lo que veo y lo que escucho estos días, el imperio de la mezquindad y el odio de clase, el bochorno de las formas. Pero, más allá de eso, me apena la indefensión del pueblo catalán en su conjunto. 

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