jueves, 5 de octubre de 2017

Cuando dentro de cincuenta años me pare a contemplar mi estado y a ver los pasos por do me han traído, los días que hoy vivo me parecerán ficción, los sentiré tan lejanos y ajenos e improbables que tal vez concluya que no me pertenecen, que nunca fueron míos, que los he leído en un libro cuyo protagonista es otro o que recaudan escenas de alguna película muy antigua, de esas que olvidaron hasta el título y el nombre del guionista.
El despertador está activado para las seis y media, y desde que suena hasta que salimos por la puerta transcurren sesenta minutos sonámbulos, de preparativos mecánicos y de soluciones que corrige la inercia. Abandonar a una criatura de tres años en un aula a las ocho de la mañana, regresar rápido para escuchar ese otro timbre que nos recibe en el trabajo, ejercer la docencia sobre nutridos grupos de adolescentes y sortear las complicadas exigencias bajo la excusa de inútiles informes y de otros simulacros serviles a la función pública, regresar por la criatura a las dos y estacionar en doble fila sin que te pille el guardia y emprender el camino inverso evitando que se te duerma antes de comer, y no lograr tu propósito, y sentarte a la mesa queriendo terminar pronto para que la delgada hora de la siesta no lo sea tanto, y distribuir las tareas de la tarde y alcanzar el supremo instante del baño y de la cena y desplomarte al fin sobre el sofá con la vaga idea de escribir algo que te salve, no sabes de qué ni de quién, pero que te salve, y que casi sin transición te lleve en volandas hasta la cama para que los ojos se te cierren con alguna certidumbre, sea la que sea, para refugiarte tantas horas después en el reino de las sombras, en el silencioso oasis de un descanso que con mucha suerte se quebrará justo cuando se alarme la orden exacta en el despertador del teléfono móvil, y recibir al nuevo día antes de que amanezca.
Dentro de cincuenta años sabremos que sobrevivimos a este ritmo absurdo, a este abandono frenético, a este sinsentido, y acaso entonces será más verdad la ternura escindida, la sonrisa cómplice del otro.

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