lunes, 16 de octubre de 2017

Cuando me desperté de madrugada, a eso de las cinco, tras un sueño en el que incordiaba con su coche aquel primo al que enterraron hace casi veintitrés años, supe que no me podría incorporar de la cama.
He dormido a intervalos, no he avisado en el trabajo. Tengo al alcance de mi mano el dispositivo de una manta de calor, un discurso muy antiguo de Fernando Lázaro Carreter sobre el lugar de la literatura en la educación, una botella de dos litros de agua mineral, el tubo de crema antiinflamatoria Radio Salil, un ejemplar de la cuarta edición del ensayo Educar en la realidad (Catherine L'Ecuyer, 2015) y, cargándose, el ingenio de la telefonía móvil.
Levantarme para ir al servicio se me hace un mundo, pero al fin lo logro, encorvado, sujetándome a las paredes. Regreso con el mismo patetismo, eludiendo la verticalidad completa.
A falta de otro diagnóstico, temo que este aguijón que me horada ambos riñones no remitirá sin algún pinchazo.

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