domingo, 15 de octubre de 2017

Dos horas antes de que acudiese el coche de la policía y luego la ambulancia y finalmente la jueza que redactó el acta, la calle era la calle de cualquier ciudad sureña a mediados de agosto. En la cocina -apenas una hora antes- mantuvo una conversación de diez minutos con su esposa, y tácitamente acordaron que sería ella la que se pondría en contacto con un abogado amigo del matrimonio. Después, durante más de media hora, el hombre afeitó su barba de tres días, frotó sus miembros bajo la ducha, se aplicó crema en la cara y desodorante en las axilas, se escrutó desde la extrañeza en el espejo. Las aspas del ventilador del dormitorio lo mantuvieron sentado al borde de la cama mientras fumaba un cigarrillo y luego otro, con una toalla a la cintura. El ruido del tráfico le llegaba distorsionado, como si se anticipara a la sorpresa. Abrió la puerta del balcón, dio un par de pasos vacilantes, heridos de sol, y se asomó al vacío desde sus siete alturas. En la fachada lateral, una joven medio desnuda leía un libro y se atusaba el cabello. La esposa seguía tal vez en la cocina. Casi sin esfuerzo, tomó impulso y saltó.

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