sábado, 4 de noviembre de 2017

Como cada curso desde hace unos cuantos, sigo con mi proyecto de las autobiografías. En mi cartera de trabajo llevo ahora, para revisar y anotar, los treinta y tantos folios escritos a mano, uno por alumno, del capítulo tres, "Paisaje desde mi ventana". Al presentárselo a ellos, siempre surge alguna excusa reticente, siempre levanta su mano algún muchacho remolón que dice no tener ventana a la que asomarse, o que esgrime que desde la suya no se ve más que un solar abandonado o la pared ciega de un edificio que le tapa cualquier horizonte. Y siempre he de lidiar para convencerlos de que a esa ventana se asoman no sus ojos, sino sus soledades y sus sueños, sus apatías y esperanzas, sus estados de ánimo, la vida que late en sus corazones y triunfa en las incertidumbres de sus catorce y quince años. Se impone un orden de la descripción -un arriba y un abajo, un a la derecha y un a la izquierda, un cerca y un lejos-, un saber mirar lo primario y lo secundario, lo infinitesimal y lo infinito; pero lo que más importa, al fin, es que sepan trasladar al folio las palabras que expresen el marco invisible de su propio mundo, su secreta identidad, su yo. Y siempre aprendo de ellos.

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