lunes, 6 de noviembre de 2017

El pequeño televisor de la cocina dejó de dar señales hace unas semanas. Mi proverbial ineptitud para trastear en aparatos electrónicos buscó aliados en el desinterés y en la pereza, así que ni he manipulado el mando ni he ensayado un solo intento de reanimación. Una creciente rebeldía hacia el moderno imperio de las pantallas se regocijó íntimamente, como si el destino me hubiera reservado esta mínima e inesperada victoria en una de esas guerras que sabemos perdidas.
El caso es que la vida sigue sin la necesidad de consumir el bombardeo diario de noticias mientras metemos la cuchara en el plato, mientras partimos el pan y bebemos de nuestro vaso y acuciamos al niño para que mastique más rápido. Pero el televisor permanece en su lugar, suspendido en su grisura plana, gélida presencia que persevera en su silencio y que aún, de vez en cuando, nos roba un movimiento inconsciente de cabeza.
Días atrás, en la horizontalidad de un folio DIN-A4, escribí un rótulo -"¡Dejad de mirarme!", dice- que oculta casi toda la pantalla. Estaba seguro de que la ocurrencia no iba a durar mucho, de que alguna mano próxima la despegaría con saña o sin ella y me reprocharía la chiquillada. Sin embargo, ahí sigue; y no imagino qué pensará de esta familia la asistenta que viene la mañana de los lunes. 

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