jueves, 9 de noviembre de 2017

Hubo un verano de hace muchos años en que acudí, tarde tras tarde, a la única academia del pueblo para adiestrarme en el arte de la mecanografía con todos los dedos. Era un entresuelo amplio, una sala dispuesta con una veintena de máquinas de escribir a disposición de los usuarios. Me ejercitaba con mucha fe, alargando el tiempo estipulado en la matrícula, con ese apego vocacional de mi edad de entonces y de mi sueño de siempre: escribir, perpetuar los renglones en el folio, sentir el golpe exacto de las teclas como el latido imperioso de mi destino ineludible.
Fue el mismo verano en que sonaba en los auriculares que nos poníamos para apagar el ruido circundante un disco recentísimo de Joan Manuel Serrat, más concretamente aquella canción, aquel himno en que el cantautor catalán prefería un buen polvo a un rapapolvo y un bombero a un bombardero, crecer a sentar cabeza o la carne al metal, y las ventanas a las ventanillas, y el lunar de tu cara a la Pinacoteca Nacional. Aquella letra era un maravilloso acicate para el universo de contrarios, paradojas y juegos de palabras que a mí me interesaba entonces, solo comparable, pongamos, con el Madrid de Sabina interpretado por Antonio Flores.
Alcancé una buena cifra de pulsaciones que, gracias a la práctica, he mantenido hasta hoy mismo, hasta este instante en que miro desde mi aula del primer piso y veo los progresos de las obras del AVE junto a las vías del tren. Y me acuerdo de aquel verano en que aún ganaba la revolución a las pesadillas, de aquellos versos que vindicaban los caminos frente a las fronteras.
Y se insinúa, grácil, mi modesta y pedagógica variante.

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