martes, 21 de noviembre de 2017

La primera vez que lo vi, ágil y enjuto, fue en la zona norte de la ciudad, cruzando un paso de cebra, hace quizás un par de años. Caminaba a buen ritmo, con zapatos y ropa de calle bajo una gabardina ocre, y con un paraguas plegado que ni siquiera apoyaba en el suelo. No sé por qué, su figura ensimismada me hizo pensar en la sombra de un Fernando Pessoa pateándose las callejuelas altas de la vieja Lisboa. A los pocos días lo volví a encontrar en las inmediaciones de mi casa y me sorprendió que un hombre de su edad, sospecho que entre sesenta y sesenta y cinco, se sometiera a tales caminatas por la vía urbana.
Después me lo he tropezado varias veces más, en invierno y en verano, por la mañana y por la tarde, nunca parado, siempre con su indumentaria clásica y con esa determinación de ir dejando atrás, bajo la suela de sus zapatos, kilómetros de asfalto y de baldosa. No sé su nombre ni otras circunstancias, jamás lo he visto reposar o detenerse a hablar con nadie. No sé más que el enigma de su fuga.
Hoy, a una hora temprana, ha pasado muy cerca de mí para perderse al otro lado del bullicio de las vías casi al tiempo en que se activaba la barrera del paso a nivel. Hoy, viéndolo alejarse, he sentido que me intriga su vida, los pensamientos que lo impulsan a seguir adelante, los recuerdos que lo acucian o lo entretienen o lo alientan, los futuros que aún sueña.

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