miércoles, 6 de diciembre de 2017

¿Qué leyes inspiran el mecanismo sorprendente de la casualidad, sus voluntades y caprichos, sus burlas al destino? ¿Hay un resorte del pensamiento que provoca, sin saberlo, conexiones improbables, impenetrables? ¿Habrá una ciencia disparatada que sin embargo cifre y descifre las geometrías del azar?
El último fin de semana, mientras recorría el circuito de canales del televisor, di con una película que protagonizó Hugh Grant en 1999, y me quedé un rato. Tengo cierta facilidad para establecer parecidos razonables entre los rostros de los famosos y los rostros de quienes voy conociendo en mi día a día, así que me reproché en secreto no haberme dado cuenta mucho antes de que a principios de los noventa compartí piso de estudios con un chico que le daba más que un aire a este actor que yo descubrí en Lunas de hiel, de Polanski. Me pregunté qué habría sido de él, que derroteros habría seguido su vida. Recuerdo que en aquella época era lector de Terenci Moix, que trabajaba ocasionalmente en un bar de la costa y que, aunque no se le notara ni se prestase a la confidencia, poco a poco afloraron evidencias de su homosexualidad. Y sí, se dan un aire, sin duda.
Ayer entró a una librería recién abierta en el centro. Paseó por los anaqueles durante unos minutos y luego se marchó con su acompañante. Tenía la misma planta de entonces y vestía la misma especie de gabán beige con un corte por detrás, salvo que sus rasgos faciales estaban más marcados, los ojos más hundidos y la nariz más prominente. No le dije nada; no sé si él me reconoció ni cuánto de mí recordará. Su nombre, Rubén. Hacía todos estos años que no coincidíamos en ningún sitio.

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