viernes, 15 de diciembre de 2017

Quién me lo iba a decir: ahora prefiero el horario de invierno. La tarde se va poniendo mustia entre las cuatro y las cinco, y en torno a las seis ya se ha instalado la noche, salvo que el día venga nublado desde la mañana y el abanico de grises adopte tonos sucesivos. Me embarga la dulce promesa de un tiempo largo, recogido, íntimo, al calor del hogar y de las pequeñas querencias domésticas. Desde la ventana miro las azoteas y el cielo embarrado y la línea de los montes, y entonces me entra una inefable cosquilla de poesía, una veta de gratitud elegíaca proclive a la palabra justa y al balanceo métrico. La velada deriva poco a poco, emergen los afanes secretos de otras vidas; las farolas toman la calle y en los pisos de enfrente cunden puntos de flexo o rincones de lámpara, y progresivamente se evidencian los claroscuros de la emisión televisiva. A lo lejos, los neones de reclamo navideño y los faros móviles de los autos agreden la mirada y van rasgando el misterio. La inspiración se despereza, sucumbe al bostezo.

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