domingo, 10 de diciembre de 2017

Salgo a pasear las calles del centro y crece la probabilidad de que me tope con alguien a quien conozco o me conoce. Seguramente tuvimos alguna relación más o menos constante, más o menos esporádica, pero la frecuencia en el trato disminuyó hasta desaparecer, y ahora, pasado el tiempo, o a ese alguien no le apetece reconocerme o es a mí a quien no le apetece reconocerlo. Aumenta sobre todo el porcentaje de los antiguos alumnos; me los he encontrado tras la barra de un bar o sirviendo las mesas de un restaurante, tirando del carrito con un bebé en el pasillo de un supermercado o sentados entre el público en la sala de un cine, o esperando bajo un semáforo, o en una manifestación... Hace poco, el magro empleado de una empresa de limpieza urbana detuvo el camión que conducía, gritó mi nombre sin bajarse y saludó con gesto emotivo a su profesor de literatura del instituto. Ayer -con alegría, con gratitud- me tocó el brazo y me habló de sus progresos laborales una chica que asistió a mis clases hace tres o cuatro años y que era, bien me acuerdo, irregular y conflictiva. Ayer, solo unos minutos más tarde, se cruzó conmigo en un callejón ineludible una mujer adulta que desvió deliberadamente el rostro, una mujer de la que nada esperé ni espero, salvo, quizá, una pizquita de memoria y elegancia.    

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