viernes, 2 de febrero de 2018

Salgo a media tarde con la necesidad de caminar, una práctica reconfortante y barata que tengo muy abandonada. Me voy por el itinerario de la izquierda y regreso por el de la derecha, como las agujas del reloj cuando los relojes tenían agujas. Transcurren dos horas de paseo urbano a buen ritmo, sin otra interrupción que el paréntesis en la librería, justo en el punto más alejado de mi circuito. A la ida y a la vuelta, goteo esporádico de alumnos que se cruzan conmigo por la acera. Me pregunto qué imagen tendrán de mí.
No lo había previsto, pero al final cargo con dos nuevos libros: Lágrimas y santos, de Emil Cioran, y Tiempo (La dimensión temporal y el arte de vivir), de Rüdiger Safranski. Dado que algún rey mago y san Sebastián (que santifica el día en que nací) ya me trajeron respectivamente la novela de Aramburu, Patria, y Cartas a Mercedes, de Espinosa (amén de los consabidos diarios de Léautaud y los recuerdos de Ayala), el índice de lecturas que uno quisiera inmediatas se me ha descontrolado en el último mes. Tal vez apropiarse de libros sea otra forma de negociar longevidades.
En el breve repecho del puente de Los Peligros, supero por la izquierda y dejo atrás al hijo de Miguel, Juan Espinosa.  

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